El pequeño pueblo aislado del mundo que sobrevive en los márgenes de un salar que guarda un cotizado tesoro

Los Nacimientos, de solo 41 habitantes, está ubicado al norte de Catamarca, a 4000 metros de altura; tienen solo cinco horas de electricidad en el día.
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“Cuando salgo a meditar, solo el viento me acompaña”, confiesa Ailén del Valle Sosa, de 28 años, directora de la escuela primaria de Los Nacimientos, un pueblo aislado del mundo a 4000 metros de altura, en las márgenes del Salar del Hombre Muerto, al norte de Catamarca. “Soy la habitante número 41″, reclama su lugar luego de saber la cifra del último censo, tarea fácil en este pueblo mimetizado con el entorno de la Puna.

Sus casas de adobe, el suelo y las montañas, todos comparten los tonos ocres y terracota. “Después de las 11 de la noche, el pueblo se sumerge en la oscuridad completa”, afirma.

Los Nacimientos solo tiene cinco horas de electricidad en el día. De 18 a 23 horas, un viejo generador carraspea y chorrea aceite y permite que algunos focos se enciendan. “Tiene sus achaques, pero todavía funciona”, afirma Felipa Mamani, de 60 años, vecina y con un puesto que le da importancia: delegada. “Antes vivíamos del trueque, pero ahora necesitamos la platita para vivir, pero con poco sobrevivimos, en el pueblo todos comen”, confiesa.

No es poco, pero mucho es lo que falta: médicos, medicamentos, ropa y zapatillas. “Soñamos con tener paneles solares en todas las casas para poder tener electricidad todo el día”, dice Mamani.

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Todo lo que es eléctrico tiene que centrarse en esas cinco horas. Las casas no tienen paneles, solo la escuela. No hay heladeras, ni televisores. La radio es la única compañía, las pilas más valiosas que el oro. “Pero hay muchos que ni siquiera han podido comprar una”, aclara Mamani. “Tenemos una vida muy básica”, agrega Del Valle Sosa, pero lo dice con orgullo. “Aprendés a valorar todo, principalmente, la vida misma”, sostiene.

“¿Qué es lo que necesitamos? Niños y novios”, confiesa Mamani. Entre verdad y la broma, así expone una realidad de Los Nacimientos. La presencia de muchas mujeres solas. El hombre acostumbra a pasar todo el día o a vivir en los puestos, cuidando los animales, cabritos y llamas, que son el tesoro de este territorio que cuestiona la existencia humana en límites extremos climáticos, tecnológicos y sociales.

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“Los fines de semana quedo sola, a veces somos cuatro”, afirma Del Valle Sosa. Esos días las mujeres que tienen maridos, los acompañan con sus hijos a los puestos por huellas que se pierden en los cerros. La altura obliga a hacer todo lento, el modo de hablar, el caminar. Existe un sentido de paciencia muy desarrollado en las comunidades puneñas.

Dinámica propia
“A través de las generaciones nos hemos acostumbrados a no tener electricidad”, reconoce Mamani. La vida tiene una dinámica propia. El puñado de casas y las pocas familias y solitarios que viven allí preparan sus comidas con cocina a leña. “Pero es un problema conseguirla”, reconoce Del Valle Sosa. En la Puna no hay árboles, solo piedra, salares y olvido. Algunas hierbas sobreviven, con sus raíces logran encender tímidos fuegos. También con bosta de cabra. No hay kioskos, ni farmacias ni almacenes. “Nos falta de todo —advierte Del Valle Sosa—. Pero algo te atrapa de este paisaje”.

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La carne en época invernal se deja afuera, al aire libre. Por las noches la temperatura baja a 10 o 15 bajo cero: es un gran freezer el pueblo. La sequedad del ambiente, durante el resto del año, la continúa conservando. La dieta se basa en carne de cabrito y de llama. El charqui es la manera más usual de comerla. El frangollo, maíz pisado, es la base de todas las sopas y locros. Las empanadas son un bocado de todos los días. La carne de vaca es una rareza.

“Soñamos con comer mariscos, pero qué delivery puede llegar hasta Los Nacimientos, ni en cuotas podemos comprarlos”, se sincera Mamani. En tierras desérticas, la quimera de un alimento de mar es un sueño demasiado grande.

Los Nacimientos se llama así porque en las montañas que lo rodean, algunos de los volcanes más altos del planeta, nacen ríos y vertientes, el agua que beben se produce naturalmente allí. Sin ningún comercio, la única manera de acceder a las provisiones para sobrevivir es ir a Antofagasta de la Sierra, la “Villa”, como la llaman. A 40 kilómetros de distancia, el camino atraviesa desiertos, salares y precipicios.

“No tenemos medio de transporte; para salir del pueblo tenemos que hacer dedo”, asegura Del Valle Sosa. Los pocos autos se cuidan y la salida de cada vecino con vehículo es quizá, la última posibilidad de acceder a un paquete de harina, azúcar o ver un amiga o familiar.

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El Salar del Hombre Muerto está a 90 kilómetros de distancia, al norte. Una escuela, un viejo cementerio abandonado y un puñado de casas bordean este desierto blanco que tiene un tesoro anhelado por todo el mundo: el litio. Un grupo de mineras lo extraen y es una de las más importantes fuentes de trabajo. Algunas ayudan a las comunidades. “Esperamos obras grandes, que aún no se ven”, afirma Del Valle Sosa. ¿Qué hace falta? Viviendas, por ejemplo.

Si la vida es dura en la Puna, los que se animan a vivirla en este poblado de adobe y aire puro tienen historias que están a la altura de este sacrificio. Ailén tiene su familia en Singuil, Departamento de Ambato, en línea recta no serían más de 300 kilómetros, pero Catamarca es un territorio cruzado por montañas y cordones serranos que hacen imposible un trazado vial normal; también es parte de su belleza. Está en la antípoda, a 700 kilómetros en un viaje épico que le demanda uno o dos días, y donde tiene que comenzar con una incontable cadena de favores que la lleven hacia Belén para poder tomar algún ómnibus. “Sufrimos un desarraigo familiar muy fuerte, veo a mi gente cada dos o tres meses, con suerte”, reconoce.

 

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“Muchas maestras estamos en la misma situación”, señala Del Valle Sosa. Lograron hacer un grupo de amigas que se juntan de vez en cuando, cuando todas consiguen alguien que las levanten en los caminos, y encontrarse en Antofagasta de la Sierra.

La luz del pueblo
“Mi madre me regaló al nacer”, confiesa Mamani. Nació en Calalaste, al norte del Salar de Antofalla, en el límite con Salta. “Prefiero no recordar, pero no me trataron bien”, hace referencia a aquella familia sustituta. A los 9 años, su madre fue a recuperarla a Londres, al sur de Los Nacimientos. “Con el tiempo la entendí, la vida es muy dura en estos lugares”, cuenta.

Tuvo una recompensa: ahora es una mujer importante. Además de delegada, es la encargada de apretar el interruptor del generador para encender y apagarlo. “Soy la que da luz en el pueblo”, sostiene Mamani.

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“Hay niños que nunca han visto una película en el cine”, afirma Del Valle Sosa. La escuela es el centro de la sociabilización. Tiene siete alumnos, y durante junio y julio entran en vacaciones. En la altura existe un régimen especial. El invierno vuelve aún más extrema la vida. Durante semanas los días tienen temperatura bajo cero. Caminos y senderos se congelan. “Tenemos que hacer mucho esfuerzo para que los niños lean, muchos padres son analfabetos —reconoce la directora—. Estamos trabajando mucho el cariño, por ejemplo, el abrazo”.

La única conexión a internet la tiene la escuela. Sus únicos paneles solares son una pieza fundamental en esta pequeña sociedad. “A veces cargamos los pocos celulares que hay en el pueblo”, cuenta Del Valle Sosa. Sin señal telefónica, los 41 habitantes de Los Nacimientos dependen de esta única conexión al mundo, que es intermitente. La cuarentena fue un punto de inflexión. “La virtualidad no funcionó, cuando regresamos a la presencialidad en agosto de 2021, hubo que volver de cero”, manifiesta.

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“Dios no viene mucho a Los Nacimientos”, confiesa Del Valle Sosa. La capilla está cerrada, y algunos niños están en edad de hacer la comunión. La fe cristiana y las creencias paganas y ancestrales se mixturan en la educación. Todavía a los pequeños, cuando alguien muere, se les hace una cruz negra en la frente para que el alma del difunto no los moleste.

“Después de las 11, cuando se corta la electricidad, el pueblo desaparece”, afirma Mamani. Quedan algunas voces y algún que otro farol gastado. “No me arrepiento de haber venido, la escuela le mejora la vida al pueblo, pero también a mí”, resume Del Valle Sosa su experiencia de estar alejada del mundo.

Fuente: La Nación / Leandro Vesco

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