Con Farallón Negro como emblema, YMAD celebra su 66° aniversario

La empresa Yacimientos Mineros de Agua de Dionisio (YMAD) celebra su 66° aniversario. Nacida en 1958, se sabe, YMAD es una empresa interestadual, con participación de Catamarca, Nación y la Universidad Nacional de Tucumán, pero para la provincia es mucho más que eso: es historia viva de la minería.
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En su trascendente andar de siete décadas, YMAD mantiene como emblema excluyente Farallón Negro, el yacimiento que se mantiene en plena producción y marca registrada de Catamarca.

“Aquí se trabaja”, bien podría ser el lema de Farallón.

Casi quinientas personas cumplen diariamente, durante todo el año y con los rigores de las alturas belichas como marco, una rutina productiva desconocida por la mayoría. Aquí se trabaja: sin pausa se horada la montaña, en un laberinto de túneles excavado durante décadas, para conseguir oro y plata.

Para quien nunca visitó esa remota porción de la provincia, Farallón Negro sorprende por su despliegue de infraestructura y actividad humana en medio de la nada. Sorprende la logística, la organización, la coordinación entre hombres y mujeres que deben colaborar, sí o sí, para que la maquinaria funcione. 

Actualmente el complejo es un conglomerado de instalaciones “industriales” y “civiles”, incluyendo los pabellones dormitorios que se esparcen sobre las rústicas lomadas de Belén. Hay una escuelita, hospital, iglesia, talleres varios, gimnasio, canchas de fútbol, básquet y pádel; un gran salón en donde los obreros reciben las cuatro comidas diarias y hasta una despensa para conseguir provisiones. Hay telefonía celular e internet de alta velocidad, de manera que se puede estar en permanente contacto con el mundo.

No siempre fue así, por supuesto. La historia dice que descubierto el enorme potencial minero de la región conocida como Agua de Dionisio, se creó la empresa YMAD –que conforman el Estado Nacional, la Universidad de Tucumán y la Provincia de Catamarca- para explorar y explotar el distrito Farallón Negro. 

Eso fue en 1958 y, en sus orígenes y durante un buen tiempo, la actividad fue rudimentaria. 

“Al principio el trabajo era muy esforzado. El minero realizaba su tarea con poco más que ‘pico y pala’. La extracción del mineral era ‘a pulso’ y, como cualquiera imagina, los accidentes eran frecuentes. Ahora los protocolos de seguridad son rígidos, hay capacitaciones todo el tiempo y las máquinas colaboran mucho”, recuerda uno de los trabajadores más veteranos.En su momento de apogeo, el emprendimiento llegó a contar con 800 personas que vivían en forma permanente. Esto obligó –y sigue obligando- a implementar una cuidadosa planificación de suministro de recursos: desde agua hasta alimentos, pasando por combustible, energía eléctrica, repuestos para los equipos. Y, claro está, un aceitado sistema de transporte que lleva y trae insumos y operarios y exporta el material precioso que permite la subsistencia del proyecto minero.

El yacimiento tuvo épocas brillantes y otras para el olvido. Hubo momentos de crisis y  ajustes. Hubo caída de producción, variaciones en el precio de los metales que obligaron a trabajar más para mantener el ingreso. 

Las mujeres tuvieron su oportunidad de ingresar, especialmente en cargos técnicos. Las familias fueron dejando el antiguo poblado. El complejo fue mutando a un lugar exclusivo de producción. No obstante, aún hay empleados que nacieron y se criaron allí, que tienen un profundo sentido de pertenencia. La mina es su lugar en el mundo: les permite vivir a la vez que les evita el desarraigo.

El grueso de los trabajadores es de Catamarca (unos 394, el 80 por ciento), lo cual habla del impacto del proyecto en materia laboral en una zona con muchas necesidades. De Belén, Andalgalá, Tinogasta y Santa María son la mayoría, pero también hay representantes de varias provincias. El régimen laboral es de doce horas diarias y “siete por siete” para los obreros del área productiva. Siete días viven en el complejo y los otros siete están en su casa.  

Inmersión

La incursión a las profundidades de la montaña precisa de una autorización como si fuera un avión a punto de despegar.

Apenas se atraviesa el hueco, que recuerda a los túneles de La Merced, la camioneta se conduce en declive suave pero firme. La oscuridad es total. 

A los costados corren los ductos que llevan los servicios que se necesitan allá abajo, a varios cientos de metros. La idea es tener un panorama de las entrañas de la tierra, así que el recorrido es breve.
 La parada es en uno de los “bolsillos de servicio” del túnel que sirven para almacenar elementos de trabajo y maniobrar los vehículos. El recinto tiene unos tornillos incrustados en la bóveda y una malla metálica. 

“En un sistema para asegurar el techo tras la voladura. La ubicación de los pernos parece al azar, pero está perfectamente calculada por ingenieros y geólogos”, aclara el guía. A cada rato pasan camiones llevando el material extraído que luego se procesa en la planta de arriba, máquinas viales, combis con obreros o personal técnico y de apoyo. Complicadas maniobras se precisan para la circulación en uno y otro sentido: los choferes saben lo que hacen.

De regreso a la superficie, la luz del sol supone alivio. 

El personal de seguridad revisa una vez más. Mientras desandamos el camino hacia la ruta 40, el paisaje retoma su naturaleza pura y agreste. Nada que ver con el portento industrial enclavado en la montaña que acabamos de dejar. Un proyecto que busca reinventarse y, por sobre todo, seguir siendo sustentable para la gente que le da vida.

Un orgullo para los catamarqueños Farallón negro. Un orgullo para los catamarqueños, YMAD.

Fuente: El Esquiú

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