El pueblo de 25 casas de adobe que se esconde dentro de un extenso salar y se volvió un imán de aventureros

Antofalla está ubicado a 3900 metros de altura, dentro del salar homónimo, al norte de Catamarca; la Calle de la Soledad es la única del paraje.
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ANTOFALLA, Catamarca.— “Sabemos que estamos alejados del mundo, y lo sentimos, pero estamos bien así”, afirma Isidro Ramos, desde Antofalla, un primitivo y confinado pueblo de 25 casas de adobe y 40 habitantes ubicado a 3900 metros de altura, dentro del salar homónimo, al norte de Catamarca. El salar tiene una longitud de 150 kilómetros. Es uno de los más extensos del mundo y una de las regiones más extremas y deshabitadas de Argentina. No hay agua ni vegetación, apenas una huella de piedra volcánica que lo une a Antofagasta de la Sierra. Solo tienen electricidad de 17 a 0 horas. Y en invierno, la temperatura baja hasta los -20 °C. “Tenemos una vida simple”, confiesa Ramos.

La Calle de la Soledad es el nombre de la única calle del pueblo. De veredas angostas donde solo cabe una persona, las fachadas de las casas tienen puertas centenarias, ventanas pequeñas (para que no entre el viento y el frío) y haciendo honor a su nombre, el silencio y las ausencias la dominan. El pueblo es visitado por aventureros y turistas que la buscan y tratan de hallar alguna palabra para definir la belleza de esta única calle.

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Recién en 1943 este pueblo se anexó a Catamarca. Antes fue Territorio Nacional, y antes de eso perteneció a Chile y Bolivia. En 1989 se abrió el camino que la conecta con el mundo. “La mula fue nuestro medio de transporte, y se tardaba tres días en llegar a Antofagasta —afirma Ramos—. Hacíamos trueque con Fiambalá, pero entre ida y vuelta necesitábamos 20 días”, agrega.

Aislado, camuflado por el fondo montañoso, para llegar a la pequeña comunidad de Antofalla hay que realizar una épica travesía que incluye cruzar el Abra de los Colorados de 4600 metros de altura, por caminos de cornisa, barrancos y vegas fértiles donde el camino pone a prueba no solo la experiencia del conductor, sino la fortaleza de cualquier vehículo. El salar de Antofalla se ve desde lejos, prístino y perfectamente blanco, enmarcado en montañas de colores y protegido por conos volcánicos, los más altos del mundo, como el propio volcán Antofalla, de 6409 metros. Los 90 kilómetros que lo separan de Antofagasta de la Sierra se hacen en tres a cinco horas. “Antofalla significa lugar donde muere el sol”, cuenta Ramos.

“Somos 40 almas que vivimos a 4000 metros de altura”, resume Ramos. Todos son familiares, conseguir pareja se hace difícil. Ramos es la autoridad ancestral, es el cacique. Todos son kollas, y forman la Comunidad Indígena Pueblo Kolla Atacameño. Su territorio es de 7000 hectáreas y comprende el Salar y el volcán Antofalla, sitio sagrado.

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“Tenemos a varias mineras trabajando en nuestras tierras”, señala. Esa alfombra salada, bella y misteriosa, guarda un tesoro: una inmensa reserva del litio más puro del planeta. “Sabemos la importancia del litio, nos gustaría una mayor devolución para el pueblo”, sostiene. Aunque reconoce que la relación con las mineras es muy buena. Son la principal fuente de trabajo para Antofalla y para toda la puna catamarqueña.

El agua que consumen viene de vertientes y tienen una red. Pero se trata de agua no potabilizada y hay que hervirla. El siglo XXI aún no ha llegado a Antofalla. “Una gran solución sería tener pantallas solares”, dice Ramos. Solo tienen electricidad siete horas al día. La altura, la poca presencia de nubes y la alta exposición solar volverían a estos elementos la mejor solución.

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El principal problema es la conectividad vial. Inaccesibles, perdidos y muchas veces olvidados, los caminos hacia Antofalla y algunos parajes como El Ona (vive solo una familia), Las Cuevas (también un grupo familiar) o Botijuela (vive un solo hombre) están en muy mal estado. Para llegar a parajes más lejanos —algunos están a 120 km— es necesario hacer noche en algún puesto o arriesgarse y saber que posiblemente no se llegue. Todos los vehículos llevan un bidón con combustible extra y una o dos cubiertas de auxilio. Las empresas mineras, que también necesitan estas huellas, suelen donar gasoil, pero no tienen maquinaria para hacer los mantenimientos.

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“Me voy del pueblo 15 días”, explica Ramos. Trabaja en una de las minas de litio en otro salar, el del Hombre Muerto. El régimen señala uno de los aspectos laborales que marcan la sociedad de Antofalla: 15 días en la mina, 15 días en la casa. El pueblo entonces queda con niños, mujeres y ancianos.

Una escuela, fundada en 1943, tiene 10 alumnos que son del pueblo. La maestra de jardín, vive en Catamarca. A más de 500 kilómetros, que parecen miles. Para irse a su casa debe hacer dedo. No hay ningún ómnibus que llegue al pueblo. Ni esperanza que lo haya en un largo plazo.

Alejados del mundo
Paradoja del destino, en un lugar en donde está el llamado “oro blanco”, que es la fuente de energía que alimenta a las baterías de autos y celulares (entre otras), solo hay electricidad a partir de un generador de 250 Kva que consume 85 litros por día, con un cableado de menos de 1000 metros que permite que de 17 a 0 horas los 40 habitantes pueden tener electricidad. Luego el pueblo queda en la más completa oscuridad. No hay heladeras, y los televisores son menos de 10. “No nos interesa mucho ver tele”, cuenta Alfredo Reales, delegado municipal. Reales.

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La realidad que muestra la pantalla satelital parece de otro mundo, aunque sucede en la misma provincia o país. Gran parte de los habitantes no hay ido a una ciudad en toda su vida. Aquí importa más llevar a las llamas y a los cabritos a zonas con pastura. Buscar huevos de las gallinas ponedoras, ver si alguien va a Antofagasta para hacer algún pedido.

Callados y respetuosos, los kollas cultivan papines, papas, quinoa, ajo y habas. La carne que se usa es la de llama, y en menor medida el cabrito. Platos típicos son el locro, guiso y estofados. “Siempre hay un plato de sopa de más”, cuenta Reales.

El horno de barro es un elemento fundamental: allí se hornea pan. La fabricación de ladrillos de adobe se hace con breda roja que se corta con tierra, se mezcla con paja y se aprisiona en un molde. En verano, una semana después, el ladrillo está seco. En invierno unos días más. Así es como hacen sus casas, y así se viene haciendo hace cientos de años.

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El combustible se cuida más que la salud. En Antofalla no se vende. La única opción es Antofagasta de la Sierra. Allí coriza $290 un litro de gasoil y $260, la nafta. Cuando hay... “Nadie llega hasta el pueblo”, confiesa Ramos. Solo camioneros avezados, el temor de no volver por algún accidente en los precipicios o rotura mecánica, desalienta los viajes. “Entonces todo nos cuesta el doble, triple o cuádruple —asegura Ramos—. Elegimos hacernos nuestras propias soluciones”, completa.

Algunas familias venden papines, algo de carne, bebidas, tabaco y golosinas. Con eso basta.

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“La leña no sirve mucho”, advierte Reales. La leña de la Puna se extrae de pequeñas plantas, como la rica rica, o la tramontana, ambas con ramas delgadas. Se cocina con ellas y las salamandras se alimentan también así. “Hay que tener mucha leña, pero aguanta poco”, reconoce Ramos.

“Cuando se va la electricidad, nadie sale de sus casas”, cuenta Reales. El frío invernal tiene el filo de un cuchillo de caza.

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El silencio domina esta austera comarca de sal, piedra y litio. La Calle de la Soledad termina en una pequeña y pintoresca capilla, corazón de la fe de Antofalla. “Mi madre es una de las rezadoras”, afirma Reales. Un grupo de mujeres se turna para rezar a diario. Mantienen tradiciones religiosas, mezcladas con una señal pagana. El cura viene “cada muerte de obispo”, pero igual hacen sus ceremonias. El patrono del pueblo es San Santiago, se festeja el 25 de junio, y la noche antes hacen un gran fuego donde participan todos y lo culminan con una cena comunitaria. En agosto, el mes de la Pachamama, cada familia “le da de comer a la tierra todos los días”, confirma Ramos.

“Muchos turistas solo vienen a conocer la Calle de la Soledad”, señala Reales. Cruzar el salar y encontrarse con este caserío ocre sorprende. En una montaña detrás del pueblo, se lee “Bienvenidos a Antofalla”, las letras están hechas con piedras. Costumbre típica de la Puna y el altiplano en general. No hay señal telefónica de ninguna empresa. Los celulares pierden prioridad para la dura supervivencia con la que la vida se enfrenta. Sin embargo, una antena provee Internet de Arsat las mismas horas en las que funciona el generador. El resto del día, la delegación tiene una conexión. “Pero si querés mandarle un mensaje a alguien vas directamente a la casa”, resume Reales los guiños humanitarios de este pueblo donde 40 almas viven a 4000 metros de altura.

Por Leandro Vesco

Fuente: La Nación

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