Cómo es vivir en una mini ciudad en medio de la nada y trabajar en una mina de oro en San Juan

Un grupo de periodistas de Mendoza y San Juan realizó un recorrido por la mina Gualcamayo, donde se obtiene oro desde 2009 y se proyecta ampliar la producción.
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Desde Mendoza se deben recorrer unos 430 kilómetros para llegar hasta la mina de oro Gualcamayo, que se encuentra en el norte de San Juan, a apenas 25 kilómetros del límite con La Rioja. Sin embargo, a diferencia de otros proyectos mineros, buena parte del camino está asfaltado y se ubica relativamente cerca de una ciudad, a 110 kilómetros de San José de Jachal. Por eso, la consideran una mina “semi urbana”.
 
Además de ser accesible, rara vez nieva, lo que les permite trabajar todo el año sin mayores complicaciones y se encuentra a baja altura: el campamento base a 1.600 metros sobre el nivel del mar y la planta de tratamiento a 1.800. La mayor parte de quienes trabajan en el sitio viven en la ciudad de San Juan, pero pasan una parte de la semana en la mina, con turnos que varían según el tipo de trabajo.
 
El comedor principal, el salón de usos múltiples y el área de alojamiento vistos desde arriba. Foto: Gentileza
En el campamento base hay un alojamiento con habitaciones dobles, cada una con su televisor. Pero también hay uno con una pantalla gigante en el sector de entretenimiento y metegoles y pools. Y en el entorno, un gimnasio y canchas de fútbol y paddle. Es que hoy trabajan en el lugar unas 240 personas (en turnos), pero llegaron a superar las mil en la época de mayor movimiento y se espera que se recuperen esos valores cuando se ponga en marcha la siguiente etapa, con la llegada de los nuevos dueños.


En el ingreso a la propiedad de 40 mil hectáreas hay una garita. En este punto, se debe descender del vehículo y entrar a una oficina en la que las personas pasan por un detector de metales -como en los aeropuertos- y los bolsos por otro. Además, se revisan los contenedores de líquido y se registran los celulares y computadoras. Y el procedimiento se repite cuando uno abandona el lugar.
 
 
Cada visitante recibe una tarjeta, que debe pasar por un lector cada vez que se ingresa al comedor, donde para el almuerzo y la cena hay una entrada, tres opciones de plato principal y un espacio para servirse ensaladas y postre. Las comidas son compartidas, en mesones largos, con música de fondo, pero siempre está la opción de sentarse solo si alguien así lo prefiere (o come a destiempo de sus compañeros más cercanos).

Se trata de una vida comunitaria, en la que sostienen que, a veces, discuten en el día mientras están trabajando, pero se sientan a compartir la cena y a charlar como si nada hubiera pasado. Es que pasan tanto o más tiempo con sus compañeros de trabajo que con sus familias, en un pequeño pueblo que hasta cuenta con un mini hospital, pero aislados de todo.

La tarjeta también se deja en la garita que se encuentra a pocos metros del ingreso a la mina subterránea cuando se va a entrar a la montaña. Y el motivo es simple: si llega a suceder algo, la cantidad de plásticos en el tarjetero les permite saber con precisión cuántas personas pueden haber quedado atrapadas en el interior (algo que, afortunadamente en 15 años de operación, no sucedió).

Entre las innumerables cosas que pueden llamar la atención al que viene de afuera, está el hecho de que los conductores realmente detengan el vehículo ante un disco Pare en los caminos internos, aunque no se vea nadie en las inmediaciones. “Es como un semáforo en rojo”, recuerda uno. Y otro asegura que, si no se respetan las normas en un lugar así, la convivencia se complica. Claro que también se pueden encontrar con un camión enorme y es mejor seguir a rajatabla las reglas de tránsito. De hecho, las camionetas llevan un banderín rojo en altura, para ser vistas por quienes van en vehículos de gran porte.

 
Las jornadas de trabajo, en muchos casos, son de doce horas. Y el desarraigo -la mayoría está ocho días en la mina y otros ocho en casa- no es para todos. Sin embargo, hay quienes encuentran en la montaña, con las asperezas de caminos que con las tormentas de verano desaparecen y con el desafío de la búsqueda permanente de los metales valiosos entre toneladas de roca y del método para hacer más eficiente el proceso de separarlo de otros minerales, un modo de vida que no cambiarían por otro.

“Sólo me tomo 10 días de vacaciones al año, porque ya empiezo a extrañar la mina”, confiesa uno de los técnicos para expresar ese vínculo que los une a la montaña y la minería.

Fuente: Los Andes

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